jueves, 12 de mayo de 2016

Fundamentos de Tecnología Educativa
El concepto de profesor pierde protagonismo para centrarse en el aprendizaje de los estudiantes, favoreciendo la posibilidad de lograr un aprendizaje significativo que pueda ser aterrizado en su vida personal y profesional.

por Ojuky Islas Maldonado (Universidad Autónoma del Estado De Hidalgo - Sistema De Universidad Virtual/ Maestría en Tecnología Educativa)

La aparición y uso de las nuevas Tecnologías de Información y Comunicación ha generado cambios en las formas de ser y de actuar, a nivel individual y social, en el ámbito personal y profesional.

Se ha encontrado que las oportunidades de permanencia y evolución de las TIC radica en la posibilidad de favorecer el progreso acelerado del siglo XXI en diferentes contextos: políticos, sociales, culturales y educativos.

El uso de las Tecnologías de Información y Comunicación (TIC) ha evolucionado al interior de las aulas, anteriormente en las escuelas se limitaban a algunas horas por semana, en la actualidad, las diferentes herramientas de las TIC y los medios que estas se ocupan son fundamentales en el desarrollo social y su implementación favorece el proceso de enseñanza aprendizaje.
Introducción

Hace algunos años, era muy poco común hablar de tecnologías de información y  comunicación, más aún tampoco se vislumbraba el desarrollo e impacto que alcanzarían, al paso del tiempo, los lenguajes modernos han incluido su uso, y su presencia es altamente palpable en diferentes esferas de la vida. Por ello, es imprescindible referir  en el presente estudio a  su conceptualización.
Las tecnologías de información y comunicación, son un conjunto de  desarrollos avanzados que integran funcionalidades de almacenamiento, procesamiento y transmisión de datos; son el conjunto de productos derivados de las nuevas herramientas (software y hardware), soportes de la información y canales de comunicación relacionados con el almacenamiento, procesamiento y transmisión digitalizados de la información. (Wikipedia, 2009).

¿Cuáles son las características de las TIC?:
• Son de carácter innovador y creativo, pues dan acceso a nuevas formas de comunicación.
•Son considerados temas de debate público y político, pues su utilización implica un futuro prometedor.
•Se relacionan con mayor frecuencia con el uso de la Internet y la informática.
•Afectan a numerosos ámbitos de las ciencias humanas como la sociología, la teoría de las organizaciones o la gestión.
•En América Latina se destacan con su utilización en las universidades e instituciones países como: Argentina y México, en Europa: España y Francia.
•Resultan un gran alivio económico a largo plazo. aunque en el tiempo de adquisición resulte una fuerte inversión.

Con lo anterior, podemos rescatar que las características de las TIC´s apoyan en gran medida a la comunicación en general, así se hace notar en la siguiente descripción: “Constituyen medios de comunicación y adquisición de información de toda variedad, inclusive científica, a los cuales las personas pueden acceder por sus propios medios”. (Monografías, 2009).La Tecnología Educativa

En la actualidad las Tecnologías de Información y Comunicación desempeñan un papel preponderante, día a día nos marcan un contexto en el ámbito cultural, social, deportivo, de entretenimiento y por supuesto informativo.

Sin embargo en el plano de la educación han revolucionado conceptos como el de alumno o profesor que han cambiado a estudiante y asesor y han consolidado y llevado a la práctica conceptos como el de Trabajo Colaborativo.

De todos los elementos que integran las TIC, sin duda el más poderoso y revolucionario es Internet, que  abre las puertas de una nueva era, la Era Internet, en la que se ubica la actual Sociedad del conocimiento. Internet  proporciona un tercer mundo en el que se puede hacer casi todo lo que se hace en el mundo real y además nos permite desarrollar nuevas actividades, muchas de ellas enriquecedoras para nuestra personalidad y forma de vida (contactar con foros telemáticos y personas de todo el mundo, localización inmediata de cualquier tipo de información, teletrabajo, teleformación, teleocio...). Y es que ahora las personas pueden repartir el tiempo de nuestra vida interactuando en tres mundos: el mundo presencial, de naturaleza física, constituido por átomos, regido por las leyes del espacio, en el que hay distancias entre las cosas y las personas; el mundo intrapersonal de la imaginación y el ciberespacio, de naturaleza virtual, constituido por bits, sin distancias. (Marques Graells, 2000).

De la mano con las tecnologías de información y comunicación, viene la tecnología educativa (TE),  que  es el resultado de las aplicaciones de diferentes concepciones y teorías educativas para la resolución de un amplio espectro de problemas y situaciones referidas a la enseñanza y el aprendizaje, apoyadas en las TIC. La evolución de la tecnología educativa, que como disciplina nació en Estados Unidos de América en la década de los 50 del siglo pasado, ha dado lugar a diferentes enfoques o tendencias que se han conocido como enseñanza audiovisual, enseñanza programada, tecnología instruccional, diseño curricular o tecnología crítica de la enseñanza.

Se entiende por Tecnología Educativa al acercamiento científico basado en la teoría de sistemas que proporciona al educador las herramientas de planificación y desarrollo, así como la tecnología, busca mejorar los procesos de enseñanza y de aprendizaje a través del logro de los objetivos educativos y buscando la efectividad y el significado del aprendizaje.

Abonando a la conceptualización de la TE, ha sido concebida como el uso para fines educativos de los medios nacidos de la revolución de las comunicaciones, como los medios audiovisuales, televisión, ordenadores y otros tipos de hardware y software (UNESCO, 1994)

Considerar la Tecnología Educativa como una aproximación sistémica implica su abandono como la simple introducción de medios en la escuela y la aplicación de estrategias instruccionales apoyadas en determinadas teorías del aprendizaje. Por el contrario supone un planteamiento más flexible donde lo importante sería determinar los objetivos a alcanzar, movilizar los elementos necesarios para su consecución y comprender que los productos obtenidos no son mera consecuencia de la yuxtaposición de los elementos intervinientes, sino más bien de las interacciones que se establecen entre ellos (Cabero 1991, p.54).

La Tecnología educativa, se puede considerar como una disciplina integradora, viva, polisémica, contradictoria y significativa de la Educación.

De acuerdo a los datos que presentan los estudiosos de la TE, que se pueden consultar  la plataforma Blackboard de la UAEH, se analiza su evolución  en atención a cinco momentos: el primero con los inicios del desarrollo de la TE; el segundo, con la incorporación de los medios audiovisuales y los medios de comunicación de masas en el contexto escolar; el tercero con la incorporación de la Teoría Conductista en el proceso de enseñanza-aprendizaje; el cuarto, con la introducción del enfoque sistémico aplicado a la educación; y el quinto, con la incorporación de los avances de la Teoría Cognoscitiva y los replanteamientos epistemológicos en el campo educativo. Este análisis aporta una visión histórica de la TE que  permite entenderla como una disciplina que ha evolucionado en la búsqueda de responder al contexto educativo por donde ha transitado.

Entre las bondades del uso de las TIC en la educación destacan no sólo las herramientas que pueden utilizarse, pues también influyen en los tres saberes que maneja el nuevo modelo constructivista de la educación: saber ser, saber saber y saber hacer; ya que favorecen una mayor autonomía en la calidad del conocimiento adquirido por los estudiantes a través del desarrollo de trabajos colaborativos que con la ayuda y mediación del asesor mejoren la capacidad de pensamiento de los alumnos permitiéndoles realizar análisis y reflexiones críticas.

Muchas son las herramientas que como asesores se pueden emplear haciendo uso de las TIC: el pizarrón digital, el lector de documentos, los blogs, las wikis, las webs de docentes, la Webquest, chats y videoconferencias por mencionar algunos, los cuales realizan una labor formativa de manera interactiva la mayoría de las ocasiones.

Un aspecto que lo hace tangible son las diversas piezas informáticas denominadas plataformas didácticas tecnológicas. Las plataformas tienen diferentes objetivos, como lo es gestionar los contenidos, pero también implican la creación de los mismos. Al utilizarlas se busca encontrar métodos para volver factible el conocimiento mediado actualmente por los medios tecnológicos, desde el punto de vista del método heurístico. (Blackboard UAEH, 2009)

En la actualidad con el avance vertiginoso de la ciencia, la tecnología y  la sociedad, la educación debe contar con un pilar fundamental para su desarrollo correcto que es la tecnología. Las comunidades educativas de todo nivel deben  tener espacios virtuales que ejecuten de manera sustentable las TIC.  Así es la tecnología, que ayuda demasiado a los alumnos de todos los niveles escolares ya que facilita las tareas y mejora el aprendizaje en ellos.

En la citada plataforma, se observa que el modelo de instrucción de la TE consta de cinco elementos básicos:
• Objetivos.
• Estrategias.
• Materiales didácticos.
• Evaluación.

Tal como lo expresa Víctor Manuel Marí Sáez en su obra: Globalización,  nuevas tecnologías y comunicación, las formas sociales y tecnológicas  del paradigma informacional, impregnan todas las esferas de la actividad humana, desde la esfera económica hasta la política y cultural, hasta llegar a la vida cotidiana y a la forma de comprender la realidad del ser humano.

Este fenómeno no tiene precedentes en la historia de la humanidad, ya que hasta la fecha ninguna tecnología había influido tanto  en el conjunto de la vida social  (económica, política y cultural), ni había tenido unas dimensiones globales. La novedad reside en el carácter totalizante  de la revolución tecnológica: alcanza a todas las dimensiones de la vida  y a la realidad mundial. (Marí Sáez, 2002).

Teorías que sustentan la tecnología educativa

La Tecnología Educativa, como los demás campos de conocimiento, tiene bases múltiples y diversificadas ya que  recibe aportaciones de diversas ciencias y disciplinas en las que busca cualquier apoyo que contribuya a lograr sus fines. Según Cabero, en la Tecnología Educativa "se insertan diversas corrientes científicas que van desde la física y la ingeniería hasta la psicología y la pedagogía, sin olvidarnos de la teoría de la comunicación" (1991).

Considerando que la base epistemológica de referencia está aportada por la Didáctica, en cuanto teoría de la enseñanza, y por las diferentes corrientes del Currículum, y teniendo en cuenta la trilogía de fuentes que enuncia CHADWICK (1987) y las aportaciones de diversos autores de este campo, las disciplinas que más directamente han apoyado las propuestas tecnológicas aplicadas a la educación y que con sus avances conceptuales han hecho evolucionar la Tecnología Educativa son:
- La Didáctica y las demás Ciencias Pedagógicas. La base epistemológica de referencia para la Tecnología Educativa, a la que se alude continuamente, está aportada por la Didáctica, en cuanto a la  teoría de la enseñanza, y las diferentes corrientes del Currículum. Este hecho se refleja en algunas de sus definiciones, como la que aporta GALLEGO (1995):
- La Teoría de la Comunicación. Teoría de la comunicación, apoyada en una sólida base matemática, buscaba sobre todo una transmisión eficaz de los mensajes, a partir del análisis y control de los diferentes tipos de señales que van desde el emisor al receptor.
Su impacto en el mundo educativo, y particularmente en la Tecnología Educativa, se produjo a partir de la consideración del proceso educativo como un proceso de comunicación, que debía realizarse de manera eficaz para mejorar los aprendizajes de los estudiantes (FERNÁNDEZ Y SARRAMONA, 1977; ESCUDERO, 1981; GIMENO, 1981)
- La Teoría General de Sistemas y la Cibernética. La Teoría de General de Sistemas (TGS) formulada originalmente en los años 30 y ampliamente difundida en los años setenta (Ludwig von Bertalanffy, 1976), aporta una concepción aplicable al proceso educativo para facilitar el análisis control de las variables fundamentales que inciden en el mismo y para describir la totalidad (gestalt) del proceso de programación-enseñanza-aprendizaje, considerado como un sistema de toma de decisiones y puesta en práctica de las mismas.
- La Psicología del Aprendizaje. En algunas de las definiciones de Tecnología Educativa se explicitan las principales ciencias que han realizado aportaciones importantes a su "corpus" teórico, y entre ellas siempre aparece la Psicología del Aprendizaje. Las principales corrientes de la Psicología del Aprendizaje que han influido en la Tecnología Educativa han sido: Teoría de la Gestalt, La corriente conductista, la corriente cognitiva, procesamiento de la información, el constructivismo, la teoría sociocultural y el aprendizaje situado.
- Otras influencias: En este contexto, refieren  Pérez Gómez 1985 y Escudero 1995  que contemplando a la TE desde una visión integradora y global de distintos aspectos de la pedagogía y considerando que las TIC´s son referente para cualquier proceso de innovación o cambio pedagógico señala que sus fuentes son: Didáctica, Organización Escolar, Currículum e Innovación Educativa,  Psicología de la Educación, Tecnologías, Teoría de la Educación (Filosofía, Antropología), Sociología de la Educación; Igualmente destacan que recibe influencias de: Sociología, Antropología y Filosofía.
Importante resulta también destacar como sustentadores de la TE al constructivismo,  teoría que sostiene que el individuo -tanto en los aspectos cognoscitivos y sociales del comportamiento como en los afectivos- no es un mero producto del ambiente ni un simple resultado de sus disposiciones internas, sino una construcción propia que se va produciendo día a día como resultado de la interacción entre esos dos factores; los aprendizajes significativos que concibe al  alumno como constructor de su propio conocimiento, relaciona los conceptos a aprender y les da un sentido a partir de la estructura conceptual que ya posee;  para el caso del conductismo, esta corriente se centra en el estudio de la conducta en tanto que el  constructivismo evoca distintas corrientes surgidas en el arte, la filosofía, la psicología, la pedagogía y las ciencias sociales en general, como tal es un enfoque epistemológico, con lo que tiene aplicaciones e implicaciones en disciplinas muy diversas como es el caso de la TE. (Wikipedia, 2009).

La evaluación

La función de evaluación debe ser considerada como un medio, al igual que las explicaciones, las actividades, las motivaciones, deja el plano de control para transformarse en un factor de desarrollo, la evaluación es una función determinante en la educación a distancia. (Córica, 1999)

La evaluación  como proceso y su función de suministrar información para asegurar la calidad del diseño, producción y uso de medios. Se presentan perspectivas que van desde las posibilidades didácticas y educativas del medio, hasta el análisis de sus características técnicas y tecnológicas.  (Cabero, 1999).

En la evaluación, también apunta Córica, se debe garantizar alcanzar las competencias definidas en los objetivos, la evaluación debe servir al usuario para informarse de sus logros, errores, lagunas y metas no alcanzadas, como así también debe proporcionar la causa de dichos resultados negativos y las instancias que le servirán para superarlas; en este sentido unos de los indicadores más relevantes que se pueden evaluar son: respuesta de los usuarios a la propuesta, entendido como aceptación y grado de compromiso hacia el estudio independiente, cantidad de consultas realizadas, tiempos de demora en la entrega de las prácticas de aprendizaje.

En los sistemas de educación a distancia, es una evaluación continua en la cual participan todos los actores, desde que se diseña hasta que se implementa, con el único objetivo de realizar un seguimiento de su gestión para su mejora.

Conclusión

La implementación de las TIC en estrategias y herramientas de educación tiene características propias con las que una persona que quiera iniciar esta experiencia  podría no estar familiarizada, lo que podría llevarla a no culminar su experiencia. Lo deseable es que al iniciar esta experiencia, el estudiante inicie adecuadamente por este camino, proporcionándole información y elementos de análisis y construcción de conocimiento tanto de la institución como del proyecto en el que se va a enrolar, de las peculiaridades de la modalidad, y por supuesto de sus propios límites y capacidades. De tal manera que al momento de incorporarse a un proyecto que contemple la implementación de TIC, el estudiante pueda tomar una decisión informada y aprovechar de la mejor manera los beneficios sugeridos por el uso de las TIC en la educación convirtiéndolo en un proyecto de Tecnología Educativa.

Podríamos decir que cualquier persona puede incorporarse al esquema de la Tecnología Educativa. Pareciera que sólo se trata de estudiar y tener acceso a la educación, toda vez que nadie pone en tela de juicio el derecho que se tiene de recibir educación, por el contrario se considera una forma de cubrir de una mejor forma el principio mismo de que la educación tal como lo refiere la UNESCO “es un derecho humano fundamental, esencial para poder ejercitar todos los demás derechos.”

Ahora bien el soporte de la Tecnología Educativa, con todos los avances que conlleva como la disposición de información o la disponibilidad de recursos multimedia; implica acceso a lugares remotos a distintos grupos sociales y presupone contenidos construidos por los estudiantes, por lo que el concepto de profesor pierde protagonismo para centrarse en el aprendizaje propio de los estudiantes,  en el que se transmitirán toda clase de conocimientos llevados a un contexto real, favoreciendo en el educando la posibilidad de lograr un aprendizaje significativo que pueda ser aterrizado en su vida personal y profesional.


Referencias:
- Cabero, J. (1996). Nuevas tecnologías, comunicación y educación. EDUTEC. Revista Electrónica de Tecnología Educativa. Consultado el día 29 de noviembre de 2011.  En:http://www.uib.es/depart/gte/revelec1.html
- Marqués, Pere (2007). Innovación educativa con las TIC: infraestructuras, entornos de trabajo, recursos multimedia, modelos didácticos, competencias TIC. Consultado el día 02 de diciembre de 2009. En: Monografías. Las nuevas tecnologías en la educación. Consultado el día 02 de diciembre de 2011. En:
http://www.monografias.com/trabajos13/lnuevtec/lnuevtec.shtml
- Revista electrónica de Tecnología Educativa. Editada por el Grupo de Tecnología Educativa. Dpto. Ciencias de la Educación, Universidad de las Islas Baleares, con la colaboración de la Asociación de Usuarios Españoles de Satélites para la Educación (EEOS). Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, Algunas repercusiones de las nuevas tecnologías, Nuevos roles para las instituciones educativas.  Consultado  el  30 de noviembre de 2012.  En: http://www.uib.es
- Universidad autónoma del Estado de Hidalgo. Blackboard Learning System. Curso: Especialidad en Tecnología Educativa. Consultas realizadas los días 27, 29, y 30 de noviembre y 02, 03 de diciembre de 2011. En: http://uaeh.blackboard.com
- Wikipedia, la enciclopedia libre por Internet. Aprendizaje significativo.  Consultado el día 01 de diciembre de 2011. En: http://es.wikipedia.org/wiki/Aprendizaje_significativo
- Wikipedia, la enciclopedia libre por Internet. El Conductismo. Consultado el día  01 de diciembre de 2011. En: http://es.wikipedia.org/wiki/Conductismo
- Wikipedia, la enciclopedia libre por Internet. El Constructivismo. Consultado el día 02 de diciembre de 2011.  En: http://es.wikipedia.org/wiki/Constructivismo_(pedagog%C3%ADa)
- Wikipedia, la enciclopedia libre por Internet. Psicología del Aprendizaje. Consultado el día 03 de diciembre de 2011. En: http://es.wikipedia.org/wiki/Psicolog%C3%ADa
- Wikipedia, la enciclopedia libre por Internet. La Tecnología Educativa. Consultado el día 28 de noviembre de 2011. En: http://www.monografias.com/trabajos65/tecnologia-educativa/tecnologia-educativa2.shtml

martes, 23 de febrero de 2016

La bella alma de don Damián

[Cuento. Texto completo.]

Juan Bosch


Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a compás con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su alma se sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse, razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el corazón. El alma tenía infinita cantidad de tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida que iba haciéndolo don Damián perdía calor y empalidecía. Se le enfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hay que apresurarse, o viene ese señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre”.
Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día. Asomándose a la boca de don Damián -que se conservaba semiabierta para dar paso a un poco de aire- el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de don Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible.
Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada como estaba en escapar de su prisión. La enfermera entró con una jeringa hipodérmica en la mano.
-¡Ay, Dios mío, Dios mío, que no sea tarde! -clamó la voz de la vieja criada.
Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de la boca del moribundo sus últimos tentáculos. El alma pensó que la inyección había sido un gasto inútil. En un instante se oyeron gritos diversos y pasos apresurados, y mientras alguien -de seguro la criada, porque era imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de don Damián- se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia que pendía del centro del techo. Allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia abajo; don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía un brillo repelente. Junto a él se movían la suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana criada. El alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía ser vista allí donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de don Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y he aquí las palabras que oyó el alma:
-No vayas a comportarte ahora como una desvergonzada. Tienes que demostrar dolor.
-Cuando llegue gente, mamá -susurró la hija.
-No, desde ahora. Acuérdate que la enfermera puede contar luego...
En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como una loca diciendo:
-¡Damián, Damián mío; ay, mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi vida?
Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la de don Damián, trepada en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El propio don Damián procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo cuando le tocaba actuar en lo que él llamaba "la defensa de mis intereses". La viuda lloraba ahora "defendiendo sus intereses". Era bastante joven y agraciada, en cambio don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando él la conoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su ex dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos meses, en la que la mujer dijo:
-¡No puedes prohibirme que le hable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero!
A lo que don Damián había contestado que con ese dinero él había comprado el derecho a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable, con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que la discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella, el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor.
Estaba el alma allá arriba, en la lámpara, recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa un sacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del todo y el sacerdote había sido visita durante la noche.
-Vine porque tenía el presentimiento; vine porque temía que don Damián diera su alma sin confesar -trató de explicar.
A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza, preguntó:
-¿Pero no confesó anoche, padre?
Aludía a que durante cerca de una hora el ministro del Señor había estado encerrado a solas con don Damián, y todos creían que el enfermo había confesado. Pero no había sucedido eso. Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y sabía también por qué había llegado el cura. Aquella larga entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdote proponía a don Damián que testara dejando una importante suma para el nuevo templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejar más dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. No se entendieron y al llegar a su casa el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía al alma, una vez libre, eso de poder saber cosas que no habían ocurrido en su presencia, así como adivinar lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: "Recuerdo haber sacado el reloj en casa de don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he dejado allá". De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de Dios.
-No, no confesó -explicó el sacerdote mirando fijamente a la suegra de don Damián-. No llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar y tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima -dijo mientras movía el rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sin duda con la esperanza de ver el reloj en una de ellas.
La vieja criada, que tenía más de cuarenta años atendiendo a don Damián, levantó la cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el llanto.
-Después de todo no le hacía falta -aseguró-, que Dios me perdone. No necesitaba confesar porque tenía una bella alma, una alma muy bella tenía don Damián.
¡Diablos, eso sí era interesante! Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera bella. Su amo hacía ciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico y vestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta de banco, el alma no había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos que podían relacionarse con su propia belleza o con su posible fealdad. Por ejemplo, recordaba que su amo le ordenaba sentirse bien cuando tras laboriosas entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera de quedarse con la casa de algún deudor -y a menudo ese deudor no tenía dónde ir a vivir después- o cuando a fuerza de piedras preciosas y de ayuda en metálico -para estudios, o para la salud de la madre enferma- una linda joven de los barrios obreros accedía a visitar cierto lujoso departamento que tenía don Damián. ¿Pero era ella bella o era fea?
Desde que logró desasirse de las venas de su amo hasta que fue objeto de esa mención por parte de la criada, había pasado, según cálculo del alma, muy corto tiempo; y probablemente era mucho menos todavía de lo que ella pensaba. Todo sucedió muy de prisa y además de manera muy confusa. Ella sintió que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió que la fiebre seguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche, el médico lo había anunciado. Había dicho:
-Puede ser que la fiebre suba al amanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre algo llámenme.
¿Iba ella a permitir que se le horneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro vital muy cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedían fuego. Perecería como los animales horneados, lo cual no era de su agrado. Pero en realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que dejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que todavía no se sentía libre del calor a pesar del ligero fresco que el día naciente esparcía y lanzaba sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta. Pensaba que no había sido violento el cambio de clima entre las entrañas de su ex dueño y la cristalería de la lámpara, gracias a lo cual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué había de las palabras de la criada? "Bella", había dicho la anciana servidora. La vieja sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amo porque lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hiciera regalos. Al alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación.
-¡Claro que era una bella alma la suya! -corroboraba el cura.
-Bella era poco, señor -aseguró la suegra.
El alma se volvió a mirar y vio cómo, mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija con los ojos. En tales ojos había a la vez una orden y una imprecación. Parecían decir: "Rompe a llorar ahora mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura se dé cuenta de que te ha alegrado la muerte de este miserable". La hija comprendió en el acto el mudo y colérico lenguaje, pues a seguidas prorrumpió en dolorosas lamentaciones:
-¡Jamás, jamás hubo alma más bella que la suya! ¡Ay, Damián mío, Damián mío, luz de mi vida!
El alma no pudo más; estaba sacudida por la curiosidad y por el asco; quería asegurarse sin perder un segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar donde cada quien trataba de engañar a los demás. Curiosa y asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara en dirección hacia el baño, cuyas paredes estaban cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia para caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar que la gente no podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran alivio cuando advirtió que pasaba inadvertida, y corrió, desolada, a colocarse frente a los espejos.
¿Pero qué estaba sucediendo, gran Dios? En primer lugar, ella se había acostumbrado durante más de sesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojos estaban altos, a un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada, además, al rostro vivaz de su amo, a su ojos claros, a su pelo brillante de tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el pecho y levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se vestía. Y lo que veía ahora ante sí no era nada de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de altura, blanduzca, parda, sin contornos definidos. En primer lugar, no se parecía a nada conocido, pues lo que debían ser dos pies y dos piernas, según fue siempre cuando se hallaba en el cuerpo de don Damián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de tentáculos como los del pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros, unos más delgados que los demás y todos ellos como hechos de humo sucio, de un indescriptible lodo impalpable, como si fueran transparentes y no lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante fealdad. El alma de don Damián se sintió perdida. Sin embargo sacó coraje para mirar más hacia arriba. No tenía cintura. En realidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde se reunían los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída, algo así como una corteza rugosa y purulenta, y del otro un montón de pelos sin color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos. Pero no era eso lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que la envolvía, sino que su boca era un agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo irregular en una fruta podrida, algo horrible, nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese hoyo brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y expresión de terror y perfidia! ¿Cómo explicarse que todavía siguieran esas mujeres y el cura asegurando allí, en la habitación de al lado, junto al lecho donde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella?
-¿Salir, salir a la calle yo así, con este aspecto, para que me vea la gente? -se preguntaba en lo que creía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible. Estaba perdida en un negro túnel de confusión. ¿Qué haría, qué destino tomaría?
Sonó el timbre. A seguidas la enfermera dijo:
-Es el médico, señora. Voy a abrirle.
A tales palabras la esposa de don Damián comenzó a aullar de nuevo, invocando a su muerto marido y quejándose de la soledad en que la dejaba.
Paralizada ante su propia imagen el alma comprendió que estaba perdida. Se había acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don Damián; se había acostumbrado incluso al insufrible olor de sus intestinos, al ardor de su estómago, a las molestias de sus resfriados. Entonces oyó el saludo del médico y la voz de la suegra que declamaba:
-¡Ay, doctor, qué desgracia, doctor, qué desgracia!
-Cálmese, señora, cálmese -respondía el médico.
El alma se asomó a la habitación del difunto. Allí, alrededor de la cama se amontonaban las mujeres; de pie en el extremo opuesto a la cabecera, con un libro abierto, el cura comenzaba a rezar. El alma midió la distancia y saltó. Saltó con facilidad que ella misma no creía tener, como si hubiera sido de aire o un extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin ser visto. Don Damián conservaba todavía la boca ligeramente abierta. La boca estaba como hielo, pero no importaba. Por allá entró raudamente el alma y a seguidas se coló laringe abajo y comenzó a meter sus tentáculos en el cuerpo, atravesando las paredes interiores sin dificultad alguna. Estaba acomodándose cuando oyó hablar al médico.
-Un momento, señora, por favor -dijo. El alma podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa. El médico se acercó al cuerpo de don Damián, le tomó una muñeca, pareció azorarse, pegó el rostro al pecho y lo dejó descansar ahí un momento. Después, despaciosamente, abrió su maletín y sacó un estetoscopio; con todo cuidado se lo colocó en ambas orejas y luego pegó el extremo suelto sobre el lugar donde debía estar el corazón. Volvió a poner expresión azorada; removió el maletín y extrajo de él una jeringa hipodérmica. Con aspecto de prestidigitador que prepara un número sensacional, dijo a la enfermera que llenara la jeringa mientras él iba amarrando un pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián. Al parecer, tantos preparativos alarmaron a la vieja criada.
-¿Pero para qué va a hacerle eso, si ya está muerto el pobre? -preguntó.
El médico la miró de hito en hito con aire de gran señor; y he aquí lo que dijo, si bien no para que le oyera ella, sino para que le oyeran sobre todo la esposa y la suegra de don Damián:
-Señora, la ciencia es la ciencia, y mi deber es hacer cuanto esté a mi alcance para volver a la vida a don Damián. Almas tan bellas como la suya no se ven a diario y no es posible dejarle morir sin probar hasta la última posibilidad.
Este breve discurso, dicho con noble calma, alarmó a la esposa. Fue fácil notar en sus ojos un brillo duro y en su voz cierto extraño temblor.
-¿Pero no está muerto? -preguntó.
El alma estaba ya metida del todo y sólo tres tentáculos buscaban todavía, al tacto, las venas en que habían estado años y años. La atención que ponía en situar esos tentáculos donde debían estar no le impidió, sin embargo, advertir el acento de intriga con que la mujer hizo la pregunta.
El médico no respondió. Tomó el antebrazo de don Damián y comenzó a pasar una mano por él. A ese tiempo el alma iba sintiendo que el calor de la vida iba rodeándola, penetrándola, llenando las viejas arterias que ella había abandonado para no calcinarse. Entonces, casi simultáneamente con el nacimiento de ese calor, el médico metió la aguja en la vena del brazo, soltó el ligamento de encima del codo y comenzó a empujar el émbolo de la jeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la vida fue ascendiendo a la piel de don Damián.
-¡Milagro, Señor, milagro! -barbotó el cura.
Súbitamente, presenciando aquella resurrección, el sacerdote palideció y dio rienda suelta a su imaginación. La contribución para el templo estaba segura, ¿pues cómo podría don Damián negarle su ayuda una vez que él le refiriera, en los días de convalecencia, cómo le había visto volver a la vida segundos después de haber rogado pidiendo por ese milagro? “El Señor atendió a mis ruegos y lo sacó de la tumba, don Damián”, diría él.
Súbitamente también la esposa sintió que su cerebro quedaba en blanco. Miraba con ansiedad el rostro de su marido y se volvía hacia la madre. Una y otra se hallaban desconcertadas, mudas, casi aterradas.
Pero el médico sonreía. Se hallaba muy satisfecho, aunque trataba de no dejarlo ver.
-¡Ay, si se ha salvado, gracias a Dios y a usted! -gritó de pronto la criada, los ojos cargados de lágrimas de emoción, tomando las manos del médico-. ¡Se ha salvado, está resucitado! ¡Ay, don Damián no va a tener con qué pagarle, señor! -aseguraba.
Y cabalmente en eso estaba pensando el médico, en que don Damián tenía de sobra con qué pagarle. Pero dijo otra cosa. Dijo:
-Aunque no tuviera con qué pagarme lo hubiera hecho, porque era mi deber salvar para la sociedad un alma tan bella como la suya.
Estaba contestándole a la criada, pero en realidad hablaba para que le oyeran los demás; sobre todo para que le repitieran esas palabras al enfermo unos días más tarde, cuando estuviera en condiciones de firmar.
Cansada de oír tantas mentiras el alma de don Damián resolvió dormir. Un segundo después don Damián se quejó, aunque muy débilmente, y movió la cabeza en la almohada.
-Ahora dormirá varias horas -explicó el médico- y nadie debe molestarlo.
Diciendo lo cual dio el ejemplo, y salió de la habitación en puntillas.
FIN
dale CLICS AQUÍ para ver mas obras                      


miércoles, 17 de febrero de 2016

obras literarias de juan bosch

DOS PESOS DE AGUA

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:
Déle ese rial fuerte a las Animas pa que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
Y no se ve ni señal de nube comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que viva en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.
-Nos vamos a acabar, Remigia -dice.
La vieja comenta:
-Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyo; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales. Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas.
***
Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higuera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encargaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
-Pa ti trabajo, muchacho -le decía-. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.
La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higuera y sacaba los cobres. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.
Con temblores en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higuera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.
Todo iba bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
-Tiempo bravo, Remigia.
Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
-Prendiendo velas a las Animas pasa esto.
Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos. Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban montones de polvo.
-Esta noche sí llueve, Remigia -aseguraban los hombres que cruzaban.
-¡Por fin! Va a ser hoy -decía una mujer.
-Ya está casi cayendo -confiaba un negro.
La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las Animas y esperaba. A veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.
Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
-Se acaba esto, Remigia. Se acaba -lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargao de trastos.
-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
-Tenga; préndale esto de velas a las Animas en mi nombre -recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
-Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
***
El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
-Mama, uno de los puerquitos parece muerto.
Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día.
Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las Animas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.
El éxodo continuaba. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.
-¡Animas del Purgatorio! -clamaba de rodillas-. ¡Animas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días después el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera.
Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.
-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -decía.
-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro -repetía.
Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desarrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:
¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
Trae el agua y quita el sol,
¡San Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.
***
Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe; pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para las velas.
Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.
Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.
***
En su rincón del Purgatorio, las Animas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:
-¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
-¡Dos pesos, dos pesos!
Alguna preguntó:
-¿Por qué no se le ha atendido, como es costumbre?
-¡Hay que atenderla! -rugió una de ojos impetuosos.
-¡Hay que atenderla! -gritaron las otras.
Se corría la voz, se repetían el mandato:
-¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.
-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! -rugían.
Y todas las Animas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***
Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, radiosa.
-¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! -gritaba a voz en cuello.
-¡Lloviendo, lloviendo! -clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo-. ¡Yo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
-¡Bebe, muchacho; bebe, hijo móo! ¡Mira agua, mira agua!
Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del agua.
***
Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
-Ahora -se decía-, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con qué comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los rincones llenos de dorado maíz, de frijoles sangrientos, de batatas henchidas. El sueño le tornaba pesada la cabeza y afuera seguía bramando la lluvia incansable.
***
Pasó una semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos.
Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.
-¡Ey, don! -llamó Remigia.
El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
-Bájese pa que se caliente -invitó ella.
La montura quedó a la intemperie.
-El cielo se ta cayendo en agua -explicó él al rato. -Yo como usté dejaba este sitio tan bajito y me diba pa las lomas.
-¿Yo dirme? No , hijo. Horita pasa este tiempo.
-Vea -se extendió el visitante-, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviendo duro en las cabezadas.
-Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
-La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso -y señaló lo que él había dejado a la puerta- ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.
El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.
Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.
-Dispués es peor, doña. Van esos ríos y se botan…
Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
***
Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.
El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real se formaba un río torrentoso.
-¿Será una niega? -se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.
A media noche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío.
¡Qué noche, Dios; qué noche horrible! Llegaba el agua en golpes; llegaba y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.
Remigia sintió miedo.
-¡Virgen Santísima! -clamó-. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las Animas, que allá arriba gritaban:
-¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!
***
Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando:
-¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
-¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!
Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que le amarraban la cabeza. Pensó:
-En cuanto esto pase siembro batata.
Veía el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
-¡Virgen Santísima!
Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos.
Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las Animas gritaban, enloquecidas:
-¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!
“Dos pesos de Agua” ha sido tomado de
Cuentos Escritos Antes del Exilio.
Editora Alfa y Omega.
Santo Domingo. 1989
Juan Bosch (La Vega, 1909).

LA MUJER

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se la ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el -lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita. detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro, sin duda, estropeado por auto.
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.
Más cerca ya, Quico vió que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío. caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡ Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó — quería ella explicar.
-¿Qué no? ¡Ahora verás! Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. El veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mami moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara tanto tiempo.
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra ¡sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.
Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada !
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medioloco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarla ya. Entonces fué cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.
La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vió cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Este comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.
Juan Bosch (La Vega, 1909).
CUENTO DE NAVIDAD

CAPITULO I

Más arriba del cielo que ven los hombres, había otro cielo, su piso era de nubes y después, por encima y por los lados, todo era luz, una luz resplandeciente que se perdía en lo infinito. Allí vivía el Señor Dios.

El Señor Dios debía estar disgustado porque se paseaba de un extremo al otro extremo del cielo. Cada zancada suya era como de cincuenta millas y a sus pisadas temblaba el gran piso de nubes y se oían ruidos como truenos. El Señor Dios llevaba las manos a la espalda, unas veces doblaba la cabeza y otras la erguía y su gran cabeza parecía un sol deslumbrante. Por lo visto, algo preocupaba al Señor Dios.

Era que las cosas no iban como Él había pensado. Bajo sus pies tenía la Tierra, uno de los más pequeños de todos los mundos que Él había creado y en la Tierra los hombres se comportaban de manera absurda, guerreaban, se mataban entre sí, se robaban, incendiaban ciudades, los que tenían poder y riquezas y odiaban a los vecinos ricos y poderosos, formaban ejércitos y salían a atacarlos. Unos se declaraban reyes, y mediante el engaño y la fuerza tomaban las tierras y los ganados ajenos, apresaban a sus enemigos y los vendían como bestias. Las guerras, las invasiones, los incendios y los crímenes comenzaban sin que nadie supiera cómo, ni debido a qué causa y todos los que iniciaban esas atrocidades decían que el Señor Dios les mandaba a hacerlas y sucedía que las víctimas de tantas desgracias le pedían ayuda a Él que nada tenía que ver con esas locuras. El Señor Dios se quedaba asombrado.

El Señor Dios había hecho los mundos para otra cosa y especialmente había hecho la Tierra y la había poblado de hombres para que éstos vivieran en paz como si fueran hermanos, disfrutando entre todos de las riquezas y las hermosuras que Él había puesto en las montañas y en los valles, en los ríos y en los bosques. El Señor Dios había dispuesto que todos trabajaran a fin de que ocuparan su tiempo en algo útil y a fin de que cada quien tuviera lo necesario para vivir y con la claridad del Sol hizo el día para que se vieran entre si y vieran sus animales y sus sembrados y sus casas y vieran a sus hijos y a sus padres y comprendieran que los otros tenían también sembrados y animales y casas, hijos y padres a quienes querer y cuidar. Pero los hombres no se atuvieron a los deseos del Señor Dios, nadie se conformaba con lo suyo y cada quien quería lo de su vecino, las tierras, las bestias, las casas, los vestidos y hasta los hijos y los padres para hacerlos esclavos. Ocurría que el Señor Dios había hecho la noche con las tinieblas y su idea era que los hombres usaran el tiempo de la oscuridad para dormir. Pero ellos usaron esas horas de oscuridad para acecharse unos a otros, para matarse y robarse, para llevarse los animales e incendiar las viviendas de sus enemigos y destruir sus siembras.

Aunque en los cielos había siempre luz, la lejana luz de las estrellas y la que despedía de si el propio Señor Dios, se hizo necesario crear algo que disipara de vez en cuando las tinieblas de la Tierra y el Señor Dios creó la Luna. La Luna iluminó entonces toda la inmensidad. Su dulce luz verde amarilla llenaba de claridad los espacios y el Señor Dios podía ver lo que hacían los hombres cuando se ponía el Sol. Con sus manos gigantescas, Él hacía un agujero en las nubes, se acostaba de pechos en el gran piso gris, veía hacia abajo y distinguía nítidamente a los grupos que iban en son de guerra y de pillaje. El Señor Dios se cansó de tanta maldad, acabó disgustándose y un buen día dijo:

- Ya no es posible sufrir a los hombres.

Y desató el diluvio, esto es, ordenó a las aguas de los cielos que cayeran en la Tierra y ahogaran a todo bicho viviente, con la excepción de un anciano llamado Noé que no tomaba parte en los robos, ni en los crímenes, ni en los incendios y que predicaba la paz en vez de la guerra. Además de Noé, el Señor Dios pensó que debían salvarse su mujer, sus hijos, las mujeres de sus hijos y todos los animales que el viejo Noé y su familia metieran dentro de una arca de madera que debía flotar sobre las aguas.

Pero eso había sucedido muchos millares de años atrás. Los hijos de Noé tuvieron hijos y los nietos a su vez, tuvieron hijos y después los biznietos y los tataranietos. Terminado el diluvio, cuando estuvo seguro de que Noé y los suyos se hallaban a salvo, el Señor Dios se echó a dormir. Siempre había sido Él dormilón y un sueño del Señor Dios duraba fácilmente varios siglos. Se echaba entre las nubes, se acomodaba un poco, ponía su gran cabeza sobre un brazo y comenzaba a roncar. En la tierra se oían sus ronquidos y los hombres creían que eran truenos.

El sueño que disfrutó el Señor Dios a raíz del diluvio fue largo, más largo quizá de lo que Él mismo había pensado tomarlo. Cuando despertó y miró hacia la Tierra quedó sorprendido. Aquel pequeño globo que rodaba por los espacios estaba otra vez lleno de gente, de enorme cantidad de gente, unos que vivían en grandes ciudades, otros en pequeñas aldeas, muchos en chozas perdidas por los bosques y los desiertos. Y lo mismo que antes, se mataban entre si, se robaban, se hacían la guerra.

Por eso se veía al Señor Dios preocupado y disgustado, por eso iba de un sitio a otro, dando zancadas de cincuenta millas. El Señor Dios estaba en ese momento pensando qué cosa debía hacer para que los hombres aprendieran a quererse entre si, a vivir en paz. El diluvio había probado que era inútil castigarlos. Por lo demás, el Señor Dios no quería acabar otra vez con ellos, al fin y al cabo eran sus hijos, El los había creado y no iba Él a exterminarlos porque se portaran mal. Si ellos no habían comprendido sus propósitos, tal vez la culpa no era de ellos, sino del propio Señor Dios que nunca se los había explicado.

- Tengo que buscar un maestro que les enseñe a conducirse – dijo el Señor Dios para sí.

Y como el Señor Dios no pierde su tiempo, ni comete la tontería de mantenerse colérico sin buscarles solución a los problemas, dejó de dar zancadas, se quedó tranquilo y se puso a pensar. Pues ni aún Él mismo, que lo creó todo de la nada, hace algo sin antes pensar en el asunto. Una vez había habido un Noé, anciano bondadoso, a quien el Señor Dios quiso salvar del diluvio para que su descendencia aprendiera a vivir en paz y resultó que esos descendientes del buen viejo comenzaron a armar trifulcas peores que las de antes del tremendo castigo. Había sido mala idea la de esperar que la gente cambiara por medio o gracias al ejemplo de Noé, por tanto, el Señor Dios no perdería su tiempo escogiendo castigos ejemplares ni buscando entre los habitantes de la Tierra alguien a quien confiarle la regeneración del género humano. Pero entonces, ¿quién podría hacerse cargo de ese trabajo?

El Señor Dios pensó un rato, que podía ser un día, un año o un siglo pues para Él, el tiempo no tiene valor porque El mismo es el tiempo, lo cual explica que no tenga ni principio, ni fin. Pensó y de pronto halló la solución:

- El mejor maestro para esos locos sería un hijo mío.

¡Un hijo del Señor Dios! Bueno, eso era fácil de decir pero muy difícil de lograr. ¿Pues qué mujer podía ser la madre del Hijo de Dios? Sólo una Señora Diosa como Él y resulta que no la había, ni podía haberla. Él era solo, el gran solitario y sin duda, si hubiera estado casado nunca habría podido hacer los mundos y todo lo que hay en ellos, en la forma en que los hizo, porque la mujer del Señor Dios, cualquiera que hubiera sido – aún la más dulce e inteligente – habría intervenido alguna que otra vez en su trabajo y debido a su intervención las cosas habrían sido distintas, por ejemplo, la mujer hubiera dicho: “¿pero por qué le pones esa trompa tan fea al pobrecito elefante cuando le quedaría mejor un ramo de flores?” O quizá habría opinado que la jirafa no debía tener el cuello tan largo y ahora tendríamos una jirafa de patas larguísimas y pescuezo de seis pulgadas. Ocurrió siempre que cualquiera mujer convence a su marido de que haga algo en esta forma y no en aquella y así es y tiene que ser porque ella es la compañera que sufre con el marido sus horas malas y el marido no puede ignorar su derecho a opinar y a intervenir en cuanto él haga.

Pero el Señor Dios es solitario y tal vez por eso puso mayor atención en los animales machos que en las hembras, razón por la cual el león resultó mas fuerte que la leona, el gallo más inquieto y con más color que la gallina, el palomo más grande y ruidoso que la paloma. Y la verdad es que como Él no tenía necesidades como la gente, ni sentía la falta de alguien con quien cambiar ideas, no se dio cuenta de que debía casarse. No se casó y sólo en aquel momento, cuando comprendió que debía tener un hijo, pensó en su eterna soltería.

- Caramba, debería casarme – dijo.

Pero a seguidas se rió de sus palabras. ¿Con quién podía contraer matrimonio? Además, aunque hubiera con quien, Él estaba hecho a sus manías, que no iba a dejar fácilmente, entre otras debilidades, le gustaba dormir de un tirón montones de siglos y a las mujeres no les agradan los maridos dormilones.

La situación era seria y había que hallarle una solución. Eso que sucedía en la Tierra no podía seguir así. El Señor Dios necesitaba un hijo que predicara en ese mundo de locos, la ley del amor, la del perdón, la de la paz.

- ¡Ya está! – dijo el Señor Dios, pero lo dijo con tal alegría, tan vivamente que su vozarrón estalló y llenó los espacios, haciendo temblar las estrellas distantes y llenando de miedo a los hombres en la Tierra.

Hubo miedo porque los hombres que van a la guerra como a una fiesta, son sin embargo, temerosos de lo que no comprenden, ni conocen. Y la alegría del Señor Dios fue fulgurante y produjo un resplandor que iluminó los cielos, a la vez que su tremenda voz recorrió los espacios y los puso a ondular. El Señor Dios se había puesto tan contento porque de pronto comprendió que el maestro de ese hatajo de idiotas que andaban matándose en un mundo lleno de riquezas y de hermosuras tenía que ser en apariencia igual a ellos, es decir, un hombre y que por tanto la madre de ese maestro debía ser una mujer. Así fue como el Señor Dios decidió que Su Hijo nacería como los hijos de todos los hombres, nacería en la Tierra y su madre sería una mujer.

Alegre con su idea, el Señor Dios decidió escoger a la que debía llevar a Su Hijo en el vientre. Durante largo rato miró hacia la Tierra, observó las grandes ciudades, una que se llamaba Roma, otra que se llamaba Alejandría, otra Jerusalén y muchas más que eran más pequeñas. Su mirada, que todo lo ve, penetró por los techos de los palacios y recorrió las chozas de los pobres. Vio infinito número de mujeres, mujeres de gran belleza y ricamente ataviadas o humildes en el vestir, emperatrices, hijas de comerciantes y funcionarios, compañeras de soldados y de pescadores, hermanas de labriegos y esclavas. Ninguna le agradó. Pues lo que el Señor Dios buscaba era un corazón puro, un alma en la que jamás hubiera albergado un mal sentimiento, una mujer tan llena de bondad y dulzura que Su Hijo pudiera crecer viendo la belleza reflejada en los ojos de la madre. El Señor Dios no hallaba mujer así y de no hallarla, toda la humanidad estaría perdida, nadie podría salvar a los hombres. De una mujer dependía entonces el género humano y sucede que de la mujer depende siempre, porque la mujer está llamada a ser madre, la madre buena da hijos buenos y son los buenos los que hermosean la vida y la hacen llevadera.

Iba el Señor Dios cansándose de su posición ya que estaba tendido de pechos mirando por el agujero que había abierto en las nubes, cuando acertó a ver, en un camino que llevaba a una aldea llamada Nazaret, a una mujer que arreaba un asno cargado de botijos de agua. Era muy joven y acababa de casarse con un carpintero llamado José. Su voz era dulce y sus movimientos armoniosos. Llevaba sobre la cabeza un paño morado y vestía de azul. El Señor Dios, que está siempre enterado de todo, sabía que se llamaba María, que era pobre y laboriosa, que tenía el corazón lleno de amor y el alma pura.

El Señor Dios tenía la costumbre de regañar consigo mismo, de manera que en ese momento dijo:

- Debo ser tonto, ¿pues por qué he estado buscando mujeres en las grandes ciudades y en los palacios, si yo sabía que María estaba en Nazaret?

Ocurre que el Señor Dios prefería admitir que era tonto antes que aceptar que de tarde en tarde su memoria le fallaba. Ya estaba algo viejo, si bien es lo cierto que Él había nacido viejo porque desde el primer momento de su vida había sido como era entonces, y desde ese primer momento lo sabía todo y tuvo sobre sí la responsabilidad de la vida, es decir, la de dar la vida, la de poblar los espacios de mundos y los mundos de seres, de plantas y de piedras, de montañas y de mares y de ríos. Con tantas preocupaciones encima, ¿a quién ha de extrañarle que se olvidara de la existencia de María? La había olvidado y esa era la verdad aunque Él no quisiera admitirlo. Pero he aquí que acertó a verla y de inmediato la reconoció, en el instante supo que ella debía ser la madre de Su Hijo. Gran descanso tuvo el Señor Dios en ese momento. Los hombres seguían en sus trifulcas, sus guerras y sus rapiñas y desde allá arriba el Señor Dios oía sus gritos, el tropel de sus caballerías atacándose unas a otras, veía a los reyes ordenando matanzas y celebrando grandes fiestas, a los mercaderes y a los sacerdotes de las más variadas religiones dirigiendo los cultos, cada uno diciendo que el suyo era el único verdadero, a los navíos cruzando los mares y a los pastores peleando a pedradas con los leones de los desiertos para defender sus ovejas. Y pensaba Él: “Pronto esos locos van a oír la voz de Mi Hijo”.

Para el Señor Dios decir “pronto” era como para nosotros decir “dentro de un momento”, sólo que el tiempo es para Él muy distinto de lo que es para nosotros. Todavía Su Hijo tenía que nacer, crecer y llegar a hombre. Pero si el Señor Dios había sufrido miles de años las locuras del género humano, ¿qué le importaba esperar unos años más?

Ahora bien, si se quiere que algo esté hecho dentro de un siglo, lo mejor es empezar a hacerlo ahora mismo, y así es como pensaba y piensa el Señor Dios. Además, Él no tiene la mala costumbre de soñar las cosas y dejarlas en sueño. Las mejores ideas son malas si no se convierten en hechos y el Señor Dios sabía que es preferible equivocarse haciendo algo a quedarse sin hacer nada por miedo a cometer errores. De manera que Él no debía perder tiempo, como no lo había perdido jamás cuando tenía algún quehacer por delante. Y ahora tenía uno muy importante: el de dar un hijo suyo a los hombres para que éstos oyeran por la boca de ese hijo la palabra de Dios.

Sucedía que María estaba casada desde hacía poco. Por otra parte, aunque se hallara soltera, el Señor Dios no podía bajar a la Tierra para casarse con ella. Él no era un hombre sino un ser de luz, que ni había nacido como nosotros, ni moriría jamás, a pesar de lo cual vivía y sentía y sufría. Era, como si dijéramos, una idea viva. Lo que Su Hijo traería a la vida no sería su rostro, no serían sus ojos, ni su nariz, sino parte de su luz, de su propio ser, de su esencia. Pero para que la gente lo viera y lo oyera, debería tener figura humana y para tener figura humana debía nacer de una mujer. Visto todo eso, no hacía falta que Él se casara con María, sólo era necesario que el hijo de María tuviera el espíritu del Señor Dios. Y eso había que hacerlo inmediatamente.

De vez en cuando, el Señor Dios tiene buen humor, le gusta hacer travesuras allá arriba. Esa vez hizo una. Él pudo haber soplado sobre sus manos y decir:

- Soplo, hazte un pajarillo y ve donde está María, la mujer del carpintero José, en la aldea de Nazaret y dile que va a tener un hijo mío.

Pero sucede que ese día Él estaba de buen humor y sucede además que Él conocía el corazón humano y sabía que nadie iba a creer a un pajarillo.

Por eso se arrancó un pelo de su gran barba, se lo puso en la palma de la mano y dijo:

- Tu vas a convertirte ahora en un ángel y te llamarás el Arcángel San Gabriel. ¡Pero pronto, que no estoy por perder tiempo!

Aquello pareció cuento de hadas. En un segundo el blanco pelo se transformó, creció, le salieron alas, se le formó una hermosa cabeza cubierta de rubios cabellos. Al abrir los azules ojos el Arcángel se llevó el gran susto.

- Buenos días, Señor… – empezó a decir, temblando de arriba, abajo.

- Señor Dios es mi nombre, joven – aclaró el Señor Dios -, y para lo sucesivo sepa que soy su jefe, de manera que vaya acostumbrándose a obedecerme.

- Si, Señor Dios, se hará como Usted mande.

- Empezando por el principio, como en todas las cosas, aprenda buenos modales, salude con cortesía a sus mayores y tenga buena voluntad para cumplir mis órdenes. Atienda bien, porque ustedes los ángeles andan siempre distraídos y olvidan pronto lo que se les dice. No ponga esa cara tan seria. Es muy importante saber sonreír, sobre todo, en su caso, pues usted va a tener una función bastante delicada, como si dijéramos, una misión diplomática.

- No se qué es eso, Señor Dios pero en vista de que Usted lo dice, debe ser así.

- Me parece muy inteligente esa respuesta, Gabriel. Creo que vas a ser un arcángel bastante bueno. Ahora, fíjate en esa bola pequeña que va rodando allá abajo. Obsérvala bien, es la Tierra y allá vas a ir sin perder tiempo.

El Arcángel San Gabriel miró hacia abajo y vio un tropel de mundos que pasaba a gran velocidad y como él acababa de abrir los ojos, más aún, acababa de nacer, no estuvo atinado cuando señaló a uno de esos mundos mientras preguntaba:

- ¿Es aquella de color rojizo que va allá?

Eso no le gustó al Señor Dios pues Él nunca había tenido paciencia para enseñar. De haberla tenido no habría pensado en un hijo para que sirviera de maestro a los hombres.

- Jovenzuelo – dijo -, haga el favor de poner atención cuando se le habla y no tendrá que oír las cosas dos veces. Le he enseñado la otra bola, la que está a la izquierda.

El Arcángel Gabriel era tímido. En verdad, no había tenido tiempo de formarse carácter. Le confundió sobremanera que el Señor Dios le tratara unas veces de “tú” y otras de “usted” y se puso a temblar de miedo.

- ¡Eso si que no! – tronó el Señor Dios – Estás lleno de miedo y nadie que lo tenga puede hacer obra de importancia. Tampoco hay que tener más valor de la cuenta, como les ocurre a algunos de esos locos que pueblan la Tierra y creen que el valor les ha sido concedido para hacer el mal y abusar de los débiles. Pero te advierto, hijo mío, que la serenidad y la confianza en sí mismo son indispensables para vivir conmigo, no quiero ni a los tímidos, porque todo lo echan a perder por falta de dominio, ni a los agresivos, que van por ahí causando averías, sino a los que son serenos porque la serenidad es un aspecto de bondad y la bondad es una parte de mí mismo. ¿Entiendes?

El Arcángel dijo que si, pero la verdad es que no entendió palabra, se sentía confundido, sorprendido de lo que le estaba ocurriendo minutos después de haber salido de un pelo de barba. Sólo atinaba a ver el desfile de mundos a lo lejos y a oír el vozarrón del Señor Dios.

- Bueno – prosiguió el Señor Dios -, pues si entendiste, ya sabes que ésa que te señalo es la Tierra. Vas a irte allá sin perder tiempo, te dirigirás a una aldea llamada Nazaret, que está cerca de un lago al cual los hombres llaman de Genezaret. Aprende bien el nombre para que no cometas errores. En esa aldea de Nazaret vive una mujer llamada María. Hace un momento la vi llevando agua a su casa y tal vez, no haya llegado todavía, vestía de azul claro, llevaba un paño morado sobre la cabeza y arreaba un asno cargado de botijos de agua. Te doy todos esos detalles para que no te confundas. Podrás conocerla, además, por la voz, pues su voz es melodiosa como ninguna otra. Si sucede que al llegar tú ya ella se ha metido en su choza, pregunta a cualquiera que veas por María, la mujer del carpintero José, es seguro que te dirán dónde vive, porque la gente de la Tierra es curiosa y amiga de novedades, razón por la cual te ayudarán para después pasarse un mes charlando sobre tu visita a la joven señora. ¿Me vas entendiendo?

- Si, Señor Dios.

- Entonces queda poco por decirte. Al llegar allá te dirigirás a María con mucha urbanidad y le dices que Yo he dispuesto tener un hijo y que ella será la madre, que se prepare, por tanto, a ser la madre del Hijo de Dios. Eso es todo. ¡Vete en el acto, que tengo un poco de sueño y antes de dormir quiero saber cómo te irá en tu embajada!

San Gabriel iba a salir cuando se le ocurrió preguntar:

- ¿Y si me pregunta cómo va a ser Su Hijo, qué nombre habrá de ponerle, qué oficio tendrá?

- Le dirás que será como todos los hijos de hombres y mujeres y que sólo ha de distinguirse de los demás por la grandeza y la luminosidad de su espíritu, que será humilde, bondadoso y puro, que le llame Jesús y que su oficio será mostrar a la humanidad el camino del amor y del perdón. Le dirás también que está llamado a sufrir para que los demás puedan medir el dolor que hay en la Tierra comparándolo con el que él padecerá y porque sólo sufriendo mucho enseñará a perdonar también mucho.

El Arcángel no esperó más. Sentía que las palabras del Señor Dios henchían su alma, la llenaban con fuerza musical, con algo cálido y hermoso. Se le olvidó despedirse, cosa que el Señor Dios no le tomó en cuenta porque pensó que no podía aprenderlo todo de golpe. Un instante después, San Gabriel veía la Tierra tan cerca que casi podía tocarla.

CAPITULO II

Viendo las ciudades de la Tierra, los ricos palacios en lo alto de las colinas y a orillas de los mares, admirando el esplendor con que vivían los reyes y sus favoritos, los grandes mercaderes y los jefes de tropas, San Gabriel se preguntó por qué el Señor Dios había resuelto tener un hijo con una mujer pobre, que moraba en choza de barro y arreaba asnos cargados de agua por caminos polvorientos. ¿No era el Señor Dios, el verdadero rey de los mundos, el dueño del Universo, el padre de todo lo creado? ¿No debía ser su hijo pues, otro rey? Si tenía que nacer de mujer, ¿por qué Él no había escogido para madre suya a una reina, a la hija de un emperador, a la heredera de un príncipe poderoso? A juicio de San Gabriel, el Hijo de Dios, debía nacer en lecho adornado con cortinas de terciopelo y seda, entre oro y perlas, rodeado por grandes dignatarios y damas deslumbrantes y a su alrededor debía haber un ejército de esclavos listos a servirle; así, todos los pueblos le rendirían homenaje y veneración desde su nacimiento y los grandes y los pequeños le obedecerían porque estaban acostumbrados desde hacía muchos siglos a respetar y honrar a quienes nacían en cunas de reyes. ¿Había dicho el Señor Dios que Su Hijo estaba llamado a mostrar al género humano, el camino de la paz, del amor y del perdón había él oído mal? De ser así, ¿no le sería más fácil imponer la paz si nacía hijo de rey y por lo mismo, obedecido por millares de soldados que harían lo que Él les ordenara?

El Arcángel San Gabriel se detuvo un momento a meditar. Pensó que tal vez él estaba equivocado, a lo mejor se había confundido y el Señor Dios no le había hablado de choza, ni de mujer pobre, ni de asno, ni de botijos de agua. Volvería allá arriba a preguntarle al Señor y hasta de ser posible discutiría con Él, el asunto.

Pero el hermoso ángel ignoraba que el Señor Dios estaba mirándolo e ignoraba también que el Señor Dios sabía qué cosa estaba pensando él en tal momento. Podemos imaginar, pues, el susto que se llevó cuando oyó la enorme voz del Señor Dios llamándole. He aquí lo que le dijo el Señor Dios:

- Gabriel, estás pensando mal. Te dije lo que te dije, no lo que tú crees ahora que debí decirte. Mi Hijo nacerá en casa pobre, porque si no es así, ¿cómo habrá de conocer la miseria y el padecimiento de los que nada tienen que son más que los poderosos? ¿Cómo quieres tú que Mi Hijo conozca el dolor de los niños con hambre, si Él crece harto? Mi Hijo va a ofrecer a la humanidad el ejemplo de su sufrimiento, ¿y quieres tú que se lo ofrezca desde el lujo de los palacios? Gabriel, ¡no me hagas perder la paciencia, caramba! No te metas a enmendar mis ideas. Cumple tu misión y hazlo pronto, que estoy cayéndome de sueño y no me hallo dispuesto a perdonarte si me desvelo por tu culpa.

¡Ya lo sabes!

¿Qué más debía decirse? El pobre Arcángel estuvo a punto de caer de bruces en pleno lago de Genezaret, pues del susto se le olvidó usar las alas. En un segundo se dirigió a la choza del carpintero José, y tan asustado iba que pegó un cabezazo contra la pared. En el acto se le formó un chichón. Para suerte suya la choza no era uno de esos palacios de mármol donde él creyó que debía nacer el Hijo de Dios, pues de haber sido uno de ellos, el hermoso Arcángel se habría roto un hueso.

Frente a la choza había un hombre barbudo, de cara bondadosa, que aserraba un madero. “Este debe ser el carpintero José”, pensó San Gabriel. Y era José sin duda, pues cerca de él había un rústico banco de carpintero y sobre éste, madera cortada e instrumentos del oficio.

- ¿Qué desea usted? – le preguntó el carpintero, a quien le pareció muy raro que el visitante, en vez de tocar a la puerta como lo hace todo el mundo, llamara golpeando con la cabeza en la pared.

- Deseo saber dónde vive el carpintero José – explicó el Arcángel.

- Aquí mismo, joven, yo soy José. Le advierto que si viene a buscarme para algún trabajo, me halla con muchos compromisos.

Esa era una manera de estimular el interés del visitante, pues la verdad es que José estaba por esos días sin trabajo. De ahí que le desconsolara mucho oír al recién llegado, que decía:

- No, señor, se trata de otra cosa. Yo vengo a hablar con María, su mujer.

- ¿María? – dijo José, como un eco -. Fue a la fuente en busca de agua. Tendrá que esperarla un poco. ¿Desea sentarse?

- No, prefiero esperarla aquí.

José no perdió del todo la esperanza y se puso a hablarle al visitante de su oficio.

- A mi siempre me están buscando para trabajos de carpintería -afirmaba- porque nadie hace mesas y reclinatorios tan buenos ni tan baratos como yo. Por eso me mantengo ocupado todo el año.

José hablaba y San Gabriel pensaba en la rapidez con que se habían producido los hechos desde su aparición al conjuro del soplo del Señor Dios. Todo había sucedido tan deprisa que todavía María no había vuelto de la fuente.

El Señor Dios la había visto arreando el asno y antes de que ella retornara a su casa había nacido el arcángel, había oído las recomendaciones del Señor Dios, había viajado a la Tierra, había pensado disparates, se había casi descabezado contra la pared de la choza y había cambiado frases con José.

- Caramba – se dijo él lleno de asombro – la verdad es que mi jefe actúa sin perder tiempo.

¿Sin perder tiempo? ¿Y qué es el tiempo para el Señor Dios, si ocurre que a la vez Él es el tiempo y está más allá del tiempo? El tiempo es algo así como la respiración de los mundos y el Señor Dios es la vida misma de los mundos, de manera que el tiempo viene a ser la respiración del Señor Dios, ideas muy complicadas desde luego para San Gabriel. Desde allá arriba el Señor Dios veía esas ideas en la cabeza de su embajador y pensaba: “A este Gabriel le valdría más recordar mis instrucciones y no meterse en honduras porque ya va llegando María”.

Así sucedía, en verdad. Con su alegre y linda cara de muchacha, María iba acercándose a la choza. De sólo verla, el Arcángel la conoció, lo cual no tuvo buenos resultados porque como estaba pensando en aquello del tiempo, se turbó y olvidó que el Señor le había recomendado usar modales urbanos para dirigirse a la joven señora. También es verdad que él nunca antes había hablado a una mujer; que en un instante había pasado de la nada a la vida y había viajado de los cielos a la Tierra, en fin, que había tenido muchas emociones y muchas experiencias en corto rato, lo cual tal vez podría explicar su turbación. Es el caso que cuando María llegó, se le puso delante y sólo atinó a decir esto:

- Si no me equivoco, usted es María, la mujer de ese señor que está ahí aserrando madera. Bueno, yo tengo que hablar con usted algo muy importante. Se lo voy a decir en presencia de su marido, porque según me dijo el Señor Dios, la gente de esta Tierra es muy dada a charlar sobre todas las cosas y es mejor que haya testigos. Lo que tengo que decirles es que el Señor Dios va a tener un hijo y usted va a ser la mamá. Con que ya lo sabe. Si tiene algo que preguntar, hágalo ahora mismo porque el Señor Dios se siente con sueño y no quiere que yo pierda el tiempo hablando tonterías con usted.

La joven María se quedó boquiabierta, más propiamente, muda del asombro. Pero el que se asustó más fue su marido. Tan pronto oyó lo que había dicho San Gabriel, soltó la sierra y salió detrás del Arcángel, que ya se iba.

- ¡Oiga, amigo! ¿Usted sabe lo que ha dicho? ¿No sabe usted que el Hijo de Dios va a tener que sufrir mucho, según dicen las Escrituras y que van a matarlo en una cruz?

San Gabriel atajó aquel torrente de palabras explicando:

- Todo lo que usted quiera, señor, pero yo he venido a cumplir una misión que me encomendó el Señor Dios. Yo lo siento mucho, pero lo que le suceda al Hijo de Dios no es asunto mío. Lo único que puedo decirle es que su papá quiere que le pongan el nombre de Jesús.

Dicho lo cual pegó un salto, extendió las alas y se perdió en el cielo, a tal velocidad que ningún ojo humano podía seguirlo.

El bueno de José cayó de rodillas, se agarró una mano con la otra, elevó las dos a lo alto y después se dobló hasta pegar la cabeza con el polvo del camino.

- ¡Ay María, María! -exclamó- ¿Cómo se te ocurre tener un hijo de Dios? ¿No sabes que todos los profetas han dicho que el Hijo de Dios tendrá que sufrir mucho entre los hombres, que será escarnecido, torturado y muerto en una cruz, como el peor de los criminales? ¿Qué va a ser de nosotros, María? ¿Por qué te has metido en tal compromiso sin hablar antes conmigo?

La pobre María oía a su marido sin lograr comprender por qué hablaba así. Pues qué tenía ella que ver con lo que dispone el Señor Dios, ¿qué sabía ella de lo que había hablado San Gabriel, a quien nunca antes había visto y cuyo nombre ignoraba?

El Señor Dios veía a la joven María confundida, a José con el rostro desfigurado por el sufrimiento y sólo atinó a intervenir diciendo:

- ¡No seas tonto, José, que María no ha tenido parte en la decisión mía, y el nacimiento de Mi Hijo no es cosa suya, ni tuya, sino mía!

Lo cual era verdad, pero también es verdad que desde que los hombres comenzaron a poblar la Tierra, habían adquirido la costumbre de echar sobre sus mujeres la culpa de cuanto pasaba. El Señor Dios ignoraba esto porque Él nunca había visto de cerca cómo se comportaban los matrimonios, debido a que lo ignoraba, le habló así a José. De haber estado al tanto de pequeñeces como ésa, habría pasado por alto las palabras del marido de María, pues es lo cierto que tenía sueño y quería echar una siesta.

Una siesta del Señor Dios puede ser de días, de meses o de años. Pero la de esa ocasión no iba a ser muy larga. Porque he aquí que Él estaba en lo mejor del sueño cuando de pronto despertó diciendo:

- Caramba, si ya va a nacer Mi Hijo. Por poco lo olvido.

Desde hacía millares de siglos nacían niños en la Tierra. Nacían hijos de reyes, de labriegos, de pastores, de guerreros; nacían niños blancos, amarillos, negros; nacían hembras y varones, unos robustos, otros débiles; unos chillones y otros casi callados, unos ricos y otros pobres, unos de ojos azules y otros de ojos castaños y de ojos negros; niños de todas clases, de todas las figuras; niños que nacían en medio de las guerras, en los campamentos, entre lanzas y sables y caballos y niños que nacían en los bosques, rodeados de árboles, de pajarillos y de mariposas; niños que nacían en los caminos, mientras sus padres viajaban y niños que nacían en las barcas, sobre los ríos y los mares; niños que nacían en grandes casas llenas de alfombras y niños que nacían en las cuevas de los pastores, al pie de las montañas. Lo que jamás se había visto era el nacimiento de un niño que fuera el Hijo del Señor Dios. El Señor Dios no tenía experiencia en casos de nacimientos, lo cual explica que el de Su Hijo le tomara de sorpresa.

Así sucedió. El Señor Dios despertó cuando ya Su Hijo estaba a punto de nacer. Ahora bien, Él había resuelto que el niño nacería pobre y nacer pobre es tanto como nacer desconocido. Si el alumbramiento de María se hubiese dado en Nazaret, alguna gente iría a ayudarla, a ver a la criatura, no faltarían los vecinos, los parientes y los conocidos de María y de José. En ese caso, no se cumpliría la voluntad del Señor Dios. El niño, pues no nacería en la aldea de Nazaret y a fin de que así fuera el Señor Dios hizo correr la voz de que María y José tenían que hacer un viaje a Belén porque el emperador de Roma, que gobernaba en esos lugares, había ordenado que todo el mundo debía inscribirse en el sitio de donde procedía su familia. La familia de María era de Belén de Judá, un pueblo que estaba al sur de Nazaret. En Belén habían nacido muchos cientos de años antes, un rey llamado David. En Belén debía nacer el Hijo de Dios.

Montando el asno que usaba para llevar agua de la fuente a la casa, María iba hacia Belén por caminos llenos de polvo y de piedras rojizas. El sol de los inviernos calentaba toda la llanura; casi hacía hervir el aire. María cubría su rostro con un paño de color rojo, el asno caminaba despacio y detrás iba José agitando una rama seca con la cual pegaba de vez en cuando al paciente borrico. Cada cinco o seis horas se detenían; era cuando llegaban a las cercanías de un pozo, donde debían coger agua para el camino. Pues en las tierras donde nació el Hijo de Dios, apenas hay ríos; la sed atormenta a las bestias y a las gentes; en escasos lugares se ven árboles y sólo se hallan con profusión arbustos espinosos; los vientos levantan nubes de tierras quemadas por la sequía y las ovejas se refugian a la sombra de las montañas, donde el rocío nocturno permite que crezcan los yerbajos que necesitan para sustentarse.

Con gran trabajo llegaron María y José a Belén y hallaron el poblado lleno de forasteros, visitantes de las aldeas vecinas que iban allí a inscribirse y aprovechaban el viaje para vender lo poco que tenían. Las pequeñas calles eran muy estrechas y torcidas, de manera que el borrico, cargado con María, apenas podía pasar por entre los montones de quesos, de pieles de carneros, de higos y de botijos que los vendedores extendían sobre las piedras. Mientras pasaba, José iba gritando que pagaría bien a quien le ofreciera una habitación para él y para su mujer, que llegaban de lejos y necesitaban albergue. Pero nadie podía ofrecerles techo, ni aún por una noche. Las casas, en su mayoría pobres estaban llenas desde hacía días con los visitantes de los contornos. Nadie ponía atención en los gritos de José, que estaba angustiado porque sabía que su mujer iba a dar a luz y quería que lo hiciera como todas las mujeres, en una habitación. José no sabía que el Señor Dios había dispuesto que Su Hijo debía nacer pobremente, tan pobremente como podría nacer un ternero o un potrillo.

Siguieron pues, María y José cruzando las callejuelas. Veían pasar ante ellos jóvenes con corderos cruzados sobre los hombros, muchachos que llevaban palomas enjauladas o racimos de perdices muertas; pasaban ancianas con telas que ellas mismas habían tejido; de vez en cuando cruzaban grupos de asnos cargados con botijos de vino y de aceite. Todo el mundo gritaba ofreciendo algo en venta. Belén estaba lleno de mercaderes.

No habiendo hallado albergue para él y para María, José fue a dar a un establo, hacia el camino del sur. En el establo descansaban las bestias de labor de campesinos que iban a Belén y se veían allí mulas, bueyes, jumentos y caballos, cabras y ovejas. Como José y María llegaron tarde, casi todas las bestias dormían ya. El sitio era pobre, con el techo en ruinas, las paredes a medio caer, el piso lleno de excremento de los animales. Pero había calor, el calor que despedían las bestias y un olor fuerte, que resultaba a la vez grato, parecía llenar el aire del lugar.

Cuando el Señor Dios despertó, ya estaba naciendo Su Hijo. Nació sin causar trastornos, muy tranquilamente; pero igual que todo niño, gritó al sentir el aire en la piel. Gritó y un viejo buey que estaba cerca, volvió los ojos para mirarle; mugió, acaso queriendo decir algo en su lengua, y su mugido hizo que una mula que estaba a su lado se volviera también para ver al recién nacido. En ese momento fue cuando el Señor Dios abrió allá arriba las nubes y dijo:

- ¡Pero si ya nació Mi Hijo!

- De momento el Señor Dios pareció desconcertado. Nunca había El pasado por un caso igual, pues aunque los mundos y todo lo que en ellos hay habían sido creados por Él, jamás había tenido un hijo directo, nacido de su propia esencia. Lo primero que hizo fue preguntarse qué debía Él hacer para que la gente supiera que Su Hijo había llegado a la Tierra. (Fragmento)

LOS AMOS


Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca. don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo, le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla que le temblaba. Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura. Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

-Ta bien, don Pío -dijo–; que Dio se lo pague. Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

-Qué animao ta el becerrito comentó en voz baja, haia.

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuidado de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.

Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

-Ah, si, corno no, don. Mucha gracia -oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.

-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.

Don Pío caminó arriba.

-Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

-Arrímese pa aquel lao y la vera.

Cristino tenia frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó
decir a don Pío).

-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

-¿La calentura?

-Unju, me ta subiendo.

-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…

-¿Va a traérmela? -insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

-¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

-Ello sí, don- dijo- : voy a dir. Deje que se me pase el frío.

-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino.

Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

-Si: ya voy, don -dijo.

-Cogió ahora por la vuelta del arroyo–explicó desde la galería don Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío le veía de espaldas. Una mujer se
deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.

-iQué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.

-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le dí medio peso para el camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien. Ella asintió con la mirada.

Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.